Salía del gimnasio. Había dejado atrás un
duro día en la oficina y mi única intención era llegar a casa y desconectar.
En el ascensor me encontré a la nueva
vecina. Un saludo breve y típica conversación… Nada me hacía presagiar lo que me ocurriría
varios días después.
Era sábado por la mañana y sonó el timbre
de mi puerta. Al abrir me la encontré. Me vino a pedir ayuda para poner un par
de apliques y mover las típicas cajas de la mudanza. No tenía otra cosa que
hacer y decidí ayudarla aunque me pareció algo descarado por su parte, la verdad.
Taladradora por aquí, taco por allá…
Sujeta esto, mueve la caja... En fin, la mañana pasó mientras charlábamos y nos
reíamos.
Recibí una llamada y tenía que irme. Al
comentárselo me dí cuenta de su gesto. Lo estábamos pasando bien.
No le di mayor importancia hasta que esa
misma noche volvió a sonar el timbre. De nuevo, mi vecina. Esta vez no era para
nada de bricolaje. Me invitaba a cenar en agradecimiento a la ayuda recibida y “no
acepto un no por respuesta”. Así que, acepté la invitación.
La mesa puesta, velas encendidas y una
suave música de fondo. No pude ocultar
mi sorpresa. Mi rostro debía ser un poema explícito. Me tomó de la mano y me
indicó donde debía sentarme.
En mí, una mezcla de nerviosismo y deseo.
La cena discurrió entre risas y conversación
desenfadada. Al final, desapareció momentáneamente hasta que la vi regresar con
dos copas y una botella de Champagne. Nos sentamos en el sillín y
brindamos. Sus ojos me atravesaban… Era previsible… Entre su atrevimiento y mis
ganas…, nuestros labios se rozaron. Nos abrazamos y noté su boca recorriendo
mis labios y sus manos abriendo mi camisa, botón a botón. Las mías acariciaban
su rostro, comenzado a descender sobre su espalda…
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